SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Parroquia de Castelgandolfo
Viernes 15 de agosto de 1980
¡La Asunción de María! ¡Alegrémonos todos en el Señor! (Antífona de entrada).
1. Con estas palabras de la liturgia eucarística de hoy, saludo a la parroquia de Castelgandolfo, dentro de cuyos confines transcurro los días del verano, lejos en cierto modo de mi cotidiana mesa de trabajo de Roma y, al mismo tiempo, en continuo contacto con ella. En esta ocasión, deseo dar las gracias, una vez más, a todos los habitantes de Castelgandolfo: los Pastores de almas, los parroquianos y, también, los visitantes que vienen aquí a vernos durante las vacaciones; deseo dar las gracias por la mucha cordialidad y comprensión que se me demuestra en este período. Yo también me siento cordialmente ligado a vuestra comunidad y hoy quiero dar testimonio de ello, aprovechando la circunstancia de esta vuestra fiesta que es, al mismo tiempo, una gran solemnidad de toda la Iglesia. Vengo, por tanto, para tributar —en la celebración del Santísimo Sacrificio entre vosotros— una especial veneración al misterio de la Asunción de la Madre de Dios; misterio tan querido del corazón de todo cristiano, tan "a larga distancia" y, al mismo tiempo, tan Heno de promesas, tan capaz de estimular nuestros corazones a la esperanza.
2. Verdaderamente, resultaría difícil encontrar un momento en que María hubiera podido pronunciar con mayor arrebato las palabras pronunciadas una vez después de la Anunciación, cuando, hecha Madre virginal del Hijo de Dios, visitó la casa de Zacarías para atender a Isabel:
"Mi alma engrandece al Señor... / porque ha hecho en mí maravillas el Poderoso, / cuyo nombre es santo" (Lc 46, 49). (Magnificat)
Si estas palabras tuvieron su motivo, pleno y superabundante, sobre la boca de María cuando Ella, Inmaculada, se convirtió en Madre del Verbo Eterno, hoy alcanzan la cumbre definitiva. María que, gracias a su fe (realzada por Isabel) entró en aquel momento, todavía bajo el velo del misterio, en el tabernáculo de la Santísima Trinidad, hoy entra en la Morada eterna, en plena intimidad con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo, en la visión beatífica, "cara a cara". Y esa visión, como inagotable fuente del amor perfecto, colma todo su ser con la plenitud de la gloria y de la felicidad. Así, pues, la Asunción es, al mismo tiempo, el "coronamiento" de toda la vida de María, de su vocación única, entre todos los miembros de la humanidad, para ser la Madre de Dios. Es el "coronamiento" de la fe que Ella, "llena de gracia", demostró durante la Anunciación y que Isabel, su pariente, subrayó y exaltó durante la Visitación.
Verdaderamente podemos repetir hoy, siguiendo el Apocalipsis: «Se abrió el templo de Dios que está en el cielo, y dejose ver el arca del Testamento en su templo... Oí una gran voz en el cielo que decía: "Ahora llega la salvación, el poder, el reino de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo"» (Ap 11, 19; 12, 10).
El Reino de Dios en Aquella que siempre deseó ser solamente "la esclava del Señor". La potencia de su Ungido, es decir, de Cristo, la potencia del amor que El trajo sobre la tierra como un fuego (cf. Le 12, 49); la potencia revelada en la glorificación de la que, mediante su "fíat", le hizo posible venir a esta tierra, hacerse hombre; la potencia revelada en la glorificación de la Inmaculada, en la glorificación de su propia Madre.
3. "Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicias de los que duermen. Porque como por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos. Pues así como en Adán mueren lodos, así también en Cristo serán todos vivificados. Pero cada uno en su propio rango; las primicias, Cristo; luego, los de Cristo, cuando El venga" (1 Cor 15, 20-23).
La Asunción de María es un especial don del Resucitado a su Madre. Si, en efecto, "los que son de Cristo", recibirán la vida "cuando El venga", he aquí que es justo y comprensible que esa participación en la victoria sobre la muerte sea experimentada en primer lugar por Ella, la Madre; Ella, que es "de Cristo", de modo más pleno, ya que, efectivamente, El pertenece a Ella, como el hijo a la madre. Y Ella pertenece a El; es, en modo especial, "de Cristo", porque fue amada y redimida de forma totalmente singular. La que, en su propia concepción humana, fue Inmaculada —es decir, libre de pecado, cuya consecuencia es la muerte—, por el mismo hecho, ¿no debía ser libre de la muerte, que es consecuencia del pecado? Esa "venida" de Cristo, de que habla el Apóstol en la segunda lectura de hoy, ¿no "debía" acaso cumplirse, en este único caso de modo excepcional, por decirlo así, "inmediatamente", es decir, en el momento de la conclusión de la vida terrestre? ¿Para Ella, repito, en la cual se había cumplido su primera "venida" en Nazaret y en la noche de Belén? De ahí que ese final de la vida que para todos los hombres es la muerte, en el caso de María la Tradición lo llama más bien dormición.
"Assumpta est María in caelum, gaudent Angelí! Et gaudet Ecclesia!"
4. Para nosotros la solemnidad de hoy es como una continuación de la Pascua; de la Resurrección y de la Ascensión del Señor. Y es, al mismo tiempo, el signo y la fuente de la esperanza de la vida eterna y de la futura resurrección. Acerca de ese signo leemos en el Apocalipsis de San Juan:
"Y fue vista en el cielo una señal grande: una mujer envuelta en el sol, y la luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas" (Ap 12. 1).
Y aunque nuestra vida sobre la tierra se desarrolle, constantemente, en la tensión de esa lucha entre el Dragón y la Mujer, de que habla el mismo libro de la Santa Escritura; aunque estemos diariamente sometidos a la lucha entre el bien y el mal, en la que el hombre participa desde el pecado original —es decir, desde el día en que comió "del árbol del conocimiento del bien y del mal", como leemos en el libro del Génesis (2, 17; 3, 12)—; aunque esa lucha adquiera a veces formas peligrosas y espantosas, sin embargo, ese signo de la esperanza permanece y se renueva constantemente en la fe de la Iglesia.
Y la festividad de hoy nos permite mirar ese signo, el gran signo de la economía divina de la salvación, confiadamente y con alegría mucho mayor.
Nos permite esperar ese signo de victoria, de no sucumbir, en definitiva, al mal y al pecado, en espera del día en que todo será cumplido por Aquel que trajo la victoria sobre la muerte: el Hijo de María. Entonces El "entregará a Dios Padre el Reino, cuando haya destruido todo principado, toda potestad y todo poder" (1 Cor 15, 24) y pondrá todos los enemigos bajo sus pies y aniquilará, como último enemigo, a la muerte (cf. 1 Cor 15, 25).
Queridos hermanos y hermanas: ¡participemos con alegría en la Eucaristía de hoy! Recibamos con confianza el Cuerpo de Cristo, acordándonos de sus palabras: "El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré en el último día" (Jn 6, 54).
Y veneremos hoy a la que dio a Cristo nuestro cuerpo humano: la Inmaculada y Asunta al cielo, ¡que es la Esposa del Espíritu Santo y nuestra Madre!
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